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MI TRANSICION (Y 3)

  • Antonio
  • hace 10 minutos
  • 16 Min. de lectura

A la izquierda el cabeza de turco, a la derecha el elefante blanco


Si el año 1978 terminaba, académicamente hablando, conflictivo, agitado, expectante, el desarrollo de 1979 no fue, en absoluto, menos emocionante. Hubo varios hitos importantes ese año en mi existencia con un amor incluido, de Madrid, que circunstancias de la vida pusieron freno. Tardé 40 años en localizarla para saber de ella. Nos vimos un día en Madrid, nos alegramos mucho de vernos, pero nuestros recorridos vitales ya no convergían, cosa lógica por otra parte. Pero había un amor pasional en mi vida que eran los ideales, el conocimiento, las ansias de transformación social porque lo que se nos presentaba era algo así como una mierda envuelta en papel de celofán, un regalo al que no dábamos credibilidad alguna. Mi militancia estaba fuera de los cauces sistémicos ya que por aquel entonces había un movimiento llamado “movimiento por la autonomìa de la clase” (MPAC) o Autonomía Obrera, de inspiración marxista libertaria cuyo ideólogo era el italiano Toni Negri al que el sistema, allá en Italia, le quiso endosar el cartel de terrorista. No sé si les suena pero ahora está nuevamente de moda cuando alguien osa impugnar al sistema establecido. Banalizar ese término es propio del sistema. Fue una militancia, pues, atípica, sin carné alguno, pero de activismo que nos llevaba a todos los frentes posibles, a quienes participábamos del mismo. Daba igual que fuera una lucha vecinal, obrera o estudiantil. De hecho, ese modo de pensar integrador fue el que me llevó a colaborar con una asociación de vecinos reivindicativa que se enfrentó al Ayuntamiento (por entonces en manos del PSOE con apoyos del PCE) para que acometieran las mejores imprescindibles que hiciera la vida de la gente más digna: acerado, alumbrado, carretera, alcantarillado. Un barrio de los que llamábamos “barrio rojo”, de gente obrera y mucha de ella comprometida. Un barrio que fue uno de los pelotazos urbanístico del franquismo cuya constructora era conocida (Genco) por su forma clasista de construir colmenas humanas. Compaginaba universidad, asociación de vecinos cuando podía, salidas de diversión. Era joven y me comía el mundo. Ese barrio donde, además, conocí lo que hoy llamamos okupación en una vivienda social vacía que ocupó un matrimonio con menores a cargo. Los grises, o sea los maderos de la época, fueron para expulsar a la familia pero ahí estábamos la gente para desbordar, incluso, a una parte de la asociación de vecinos más moderada que contemporizaba. La situación no tenía más arreglo que la familia se quedara y se negociara con quien fuera menester. La gente subía a llevarles comida o lo que hiciese necesario y los demás montando guardia alrededor del bloque que estaba, además, junto a un medio descampado en modo asamblea permanente. Pero como siempre la policía tenía que joderla. Se pusieron agresivos con ganas de bronca y, obviamente, la bronca llegó a unos límites donde la madera se vio totalmente desbordada ya que lo que vino después fue una suerte de guerrilla urbana, de grupos pequeños de dos, tres, máximo cinco que por donde íbamos se iban cortando accesos cruzando contenedores, coches y hasta palmeras caídas, de forma que en un lance un periodista de la entonces Radio Juventud (luego cadena ser) que venía de vuelta sobre las 8 o 9 de la noche pegó con el coche un leñazo. El tío entendió la movida porque no sabía lo que pasaba y al día siguiente fuimos también noticia. Prácticamente desde el cruce del aeropuerto de Málaga hasta la estación de ferrocarril, y a lado y lado, había gente enfrentándose a la policía. Había memoria de lo que ocurrió dos años antes el 4 de diciembre. Sobre este episodio se puede contar mucho más pero expresar que ese día mi compañero de huida, y también de otras cosas, era mi profesor de Psicología del que más adelante escribiré algo. Nos persiguieron por todos lados y no pudieron encontrarnos, nos refugiamos en una casa, dimos un salto por un escampado y nos lanzaban botes de humo a diestro y siniestro por si nos daban pero nada. Fue una gozada que salieran aullando como perro que le pisan el rabo, porque ese día les pisamos bien el rabo. Sé lo que es, entonces, vivir en una ciudad sitiada, militarizada.

El año 1979 comprendía, pues, como cualquier otro una buena parte del 78-79 y un trimestre del 79-80, año de las prácticas. La vida me daba, también, para conocer los movimientos de izquierda dentro de la iglesia, las llamadas comunidades de base. A los curas obreros comprometidos, a miembros de comités de empresa, a estudiantes como yo más mayores y más jóvenes, a gente más allá de las fronteras de mi Málaga natal y de Andalucía, a gente de casi todo el Estado. Parecía que no había límites en conocer gente ni que me conocieran, en desarrollar toda la energía interna que llevaba dentro como una caldera a presión que necesitaba soltar el vapor acmulado para no saltar por los aires. Con la misma expectativa iba creciendo, igualmente, la frustración cuando ves que la gente no se compromete, que tiene miedo y abandona, o que te traiciona. Pero no dábamos nada por perdido después de no poder tumbar totalmente la Ley de Reforma Universitaria de 1978, y esa amargura coexistió con renovadas esperanzas e indignación cuando al pasar de curso (porque además iba aprobando y no sé cómo lo hacía) el destino nos pone enfrente una oportunidad de poder demostrar de lo que éramos capaces de hacer aquella generación de estudiantes en mayor o menor grado de implicación personal y colectiva. El segundo año nos trajo, en primer lugar, un cambio de aula nueva que era algo así como palomar. Construida nueva para dar cabida al “ganado” estudiantil, con esa clase que gastaba el posfranquismo, dijimos que por allí no entraba nadie. No había solución administrativa, según decía dirección, pues huelga al canto. Cincuenta y dos días en huelga hicieron que nos cambiaran de aula acorde con la dignidad que estábamos exigiendo, con el cabreo además que suponía tener que ir pagando matrículas, transporte, tabaco (fumaba en pasado), alguna juerga que otra y por ser de clase obrera mi familia no podía atender con todo. Se arregló aquello y costó ciertamente. Mucho trajín, reuniones, enfrentamiento, acudir a medios de comunicación (mi primera entrevista en Radio Juventud me la hizo una joven María Teresa Campos), asambleas (todo se hacía de forma asamblearia para informar y tomar decisiones colectivas) donde, a veces, podía llegar el colapso mental pero íbamos capeando bien el temporal. Éramos la avanzadilla del movimiento universitario en toda Málaga y en una buena parte del territorio nacional por haber sido la primera vez que se montaba una coordinadora estatal de estudiantes, por ser la primera vez que en una manifestación se hizo lo que hoy se llama performance o puesta en escena de un entierro de la enseñanza pública gracias a la imaginación de unas compañeras y profesora de filosofía y endosarme a mí la figura del cura hasta con sótana, que se las traía también. Era la primera vez para muchas cosas en una suerte de desvirgamiento por la vida marcada por la audacia. Esta visión audaz de la vida, de la enseñanza que queríamos transformar para que pasara de ser un contenedor doctrinal a una asamblea de conocimientos compartidos, a una enseñanza libertaria, fue lo que nos llevó a montar un debate al respecto en el seno de la clase que nos había tocado. Lo que hicimos cambió todo el funcionamiento, horarios, forma de impartir conocimientos, de examinar y de contratar al nuevo profesorado aun a costa del enfrentamiento con la parte reaccionaria. Eso de polarizar no se llevaba. Yo estuve en la primera comisión de contratación que se hizo con participación estudiantil revisando expedientes de aspirantes a ser profesor o profesora universitaria por contrato. Eran los nuevos precarios, los PNN, los no funcionarios, a los que íbamos a proteger con condiciones mejores pues ya había una base del profesorado (el rojera) que se estaba movilizando y el estudiantado apoyando. Si el profesorado convocaba huelga ahí estábamos repartiendo panfletos con su lucha, porque era nuestra. Si acudíamos a nuestras manifestaciones o a las suyas conjuntamente, rara vez pedíamos permiso para salir porque no pedíamos permiso para vivir. Asamblea, decisión, y si era para el mismo día por la tarde pues ahí que estábamos. Necesitábamos a gente con vocación docente a gusto en su trabajo, que no se subieran a una tarima a impartir magistralmente enseñanza alguna sino que se bajara y fuéramos de igual a igual. Así es como el usted ya no se empleaba tampoco. Pero lo importante es lo que voy a contar desde el punto de vista metodológico. Teníamos inspiración en los movimientos pedagógicos libertarios encabezados por Paulo Freire a nivel internacional y los movimientos de renovación pedagógica a nivel nacional que nos ayudaron a modificar el concepto que teníamos de una relación de docente-discente, de enseñar, y fuimos a por ello. Debatimos intensamente durante varias jornadas, gracias al impulso de una parte del profesorado, de la necesidad que teníamos de cambiar todo aquello que habíamos conocido incluido el crucifijo que todavía asomaba en el aula de turno. Y esas asambleas de clase nos llevó a ganar un debate por mayoría que nos tendría que llevar a modificar la forma y el contenido de cada asignatura, que los apuntes no valían y que la enseñanza memorística era una necedad sino se asimilaban los conocimientos. Por tanto había que proceder a ejercer el sentido mayoritario del voto y dotarnos de nuevos mecanismos, incluso de profesorado acorde con el sistema didáctico-pedagógico propuesto donde la asamblea era la base educativa, la participación colectiva. Lógicamente hubo una reacción ultraconservadora, esa suerte de alianza social que luego se ha visto en el bipartidismo con PSOE y PP. O sea convergieron las actitudes moderadas con las reaccionarias, lo típico para que nada cambie, para intentar boicotear las clases. Llegamos a la conclusión, entonces, que el grupo (la clase) se tenía que partir en dos porque era imposible la coexistencia de ambos modelos educativos donde el examen no existía en uno y sí en el otro, donde lo primordial era el trabajo sobre libros y no sobre apuntes, donde lo importante no era la memoria cortoplacista sino la interiorización de lo que estudiabas de forma crítica y porque no estábamos dispuestos a ceder al chantaje o boicot. Modelos antagónicos que no podían ir de la mano. Y eso fue lo que ocurrió. Nos quedamos algo más de la mitad de la clase original a la que unimos gente de otra (u otras, no recuerdo bien), con lo que hubo que rehacer horarios y hasta las horas lectivas del profesorado dentro de lo que legalmente se podía hacer. Así se constituyeron, pues, grupos de trabajo que no eran numerosos en componentes. Cada grupo, y en cada materia, tenía programado su propio ritmo aunque debía cumplir con los objetivos de exposición en la fecha fijada. Pero todo el mundo tenía que tener conocimiento de las otras partes para poder intervenir en cada exposición colectiva de intercambio de conocimientos. Desaparecieron los apuntes y nacieron las visitas a las librerías y biblioteca provincial porque todo era con libros. Así es como en un curso solamente pude haberme leído sobre veinte libros o más de distinta índole o materia como historia, antropología, psicología, literatura. Si cambiaron la forma y el fondo, éste dio un paso más allá cuando un profesor de Psicología, pionero en la sexología, comenzó a impartir educación sexual en las aulas con una visión rompedora de la sexualidad que atrajo las críticas en el seno del profesorado ultraconservador, moralista, y de esa parte de alumnado ya conocido. Eso le costó abrirle un expediente sobre lo que volveré algo más adelante porque, también, influyó en mi devenir posterior aunque, eso sí, el expediente fue finalmente revocado.

Todo lo que alcanzamos no fue producto de la casualidad ni de las bondades de los representantes del sistema. Fue a costa de luchar, de dejarnos el sueño encerrados en las dependencias de la escuela o del rectorado, de presionar porque era -y es- la única forma colectiva de conseguir algo a través de la organización, en nuestro de la autoorganización, de enfrentarnos a las familias como en mi caso. Era un modelo de autogestión donde el profesorado participaba de ese modelo. Hubo mucha propaganda de pasquines, pintadas en paredes, lonetas en pancarta, de piquetes informativos exponiendo lo que acontecía para que la gente se sumara a los procesos. Si el director, como ocurrió, amenazaba con llamar a la policía entonces la respuesta era usted no llama a nadie y de aquí no sale nadie hasta que no arreglemos el asunto. Defender tus intereses tiene un precio que, en ocasiones, se paga muy alto. Se paga con represión institucional cuando te tiene que examinar un tribunal donde algún profesor en cuestión te tiene inquina por lo que fuiste en coherencia, y porque como no podía tocarte en aquel momento se venga en la prueba oral.

El año 1979 iba culminando un proceso en el que tuvimos la oportunidad de aprovecharnos de ello, de sacar tajada y no lo hicimos. A la hora de la evaluación pudimos habernos autoevaluado, junto con el profesorado, con un notable alto o sobresaliente y, sin embargo, hicimos algo que poca gente creo que haya hecho. Nuestra nota fue la de aprobado y esa coherencia nos pasó factura puesto que podíamos haber conseguido el acceso directo a la docencia, algo que no llegó aunque las notas no dejaban de ser buenas. Muchísimos años después una compañera se quejaba del lance, quizá de la coherencia y yo creo haberle comentado, en la librería donde nos encontramos, que dormir con la conciencia tranquila no tiene precio. Era el año de las prácticas, como expuse, y el sorteo de colegios solía hacerse por cercanía de la zona donde uno vivía. Ahí viví varias experiencias, tanto con el alumnado como con el profesorado donde una parte de él me denostaba entre otras cuestiones porque el alumnado me respetaba y quería más que a algunos de los profesionales, porque me confiaban cosas que no las hacían con nadie más, porque yo vivía en el barrio y era uno más, porque yo me daba a querer por ese alumnado donde las niñas, en particular, no solían ser muy respetadas por los niños. Si algo trajo mi generación a la universidad fue, también, la ruptura de roles estereotipados aunque debo confesar que los tics patriarcales no nos dejaban acompañar a los hombres y tampoco a algunas de las compañeras. Con esto he tenido que trabajar durante todo este tiempo y es una lucha que merece la pena para romper con ese bucle. Una de las experiencias más desagradables fue cuando tuve que entrevistarme con el director (venido de Baracaldo al parecer porque era un tipo no de fiar) para denunciar un caso de maltrato de un profesor hacia el alumnado, en concreto siendo una niña el detonante que me pusieron ellas en alerta y me comentaron. Le espeté al director que llamara la atención a este profesor y su actitud fue de indolencia y poner en duda lo que yo comentaba. Me dijo que para expedientarlo usara tres firmas de padres a los que sus hijos fueron maltratados. Conseguí dos firmas y no pudo abrirse expediente formal por la inspección, pero al año siguiente salió del colegio. Este corporativismo del profesorado (como el de abogados, jueces, médicos etc) me trajo malas caras justo por una parte del profesorado donde una de las maestras, incluso, se atrevió a montar un bulo sobre mi actitud con las niñas dejando caer que mi comportamiento era indebido con ellas. Lo que hice zanjó el asunto. Yo ya no estaba en prácticas pero las niñas me veían por el barrio y me contaron extrañadas de lo que oían, fuí al colegio y esperé a la susodicha. Cuando salió se le cambió la cara y hasta ahí. Se acabó la tontería.

Dicho esto, y con todo ello, la experiencia mereció la pena, nada que objetar pero tarde o temprano alguien se cobraría una pieza de caza mayor. Yo estaba en la diana de alguna gente, y no es difícil averiguar por qué. Como ya después de las prácticas (y último curso) algunas de las materias se desarrollaban por el método tradicional como manualidades generalmente se iba o no dependiendo también de la profesora en cuestión. La que me tocó fue una falangista de la sección femenina, una individua que seguro no ha ganado la gloria en el cielo. Lo digo porque los caminos del profesor de psicología, con el que me unía algo más que la relación docente, convergieron en un pasillo de la escuela. Cuando lo expedientaron nos dijimos que eso no podía ser, se imprimieron octavillas y yo me puse a repartirlas porque era justo y necesario apostar por esa libertad de cátedra, de pensamiento, de enseñanza. Había convocada una clase de manualidades a la que no asistí y la profesora, la falangista, me puso ausencia y suspenso. La única nota suspensa en la carrera quebró mi posibilidad de haber peleado en junio por algo. Fue un acto de represalia, puro y duro fascismo. Estaba en prórroga para ir al ejército y continuar con mi transición, ya que de no ir me hubiera supuesto -como objetor- cinco años de prestación social sin poder hacer otra cosa porque estabas monitorizado militarmente, de estigma social. Lo hice a regañadientes, contrariando normas como buen ácrata. Juré bandera con barba (algo inaudito, era el único entre mil) porque tenía un pase médico o rebaje que se llamaba, hice un curso de cabo operador de teletipos y ahí conocí el primer ordenador en la Armada que, por otro lado, ocupaba una habitación, además de operar en clave morse y leerlas al instante. Estuve destinado en una zona neurálgica puesto que era donde estaba el mando del Estado mayor, en Madrid, con una depresión durante dos meses sin salir de un segundo piso bajo suelo hasta que espabilé y bien que lo hice, pero eso es otra historia. Mi curso fue en Vigo, cuyo edificio hoy está cerrado, donde ocurrieron otros hitos relevantes en mi vida. Había un cabo rojo (algo así como un cabo primero de tierra) que era un psicópata que machacaba a la gente, que se iba a los pubs de la época a perseguirla, y un día en una formación no sé cómo pero no le hicimos ni puto caso. Montamos en rebeldía por su actitud, un motín que se llama porque fue colectivo. Eso le costó un expediente porque se demostró la veracidad del por qué de nuestra actitud ya que perdió el mando, la autoridad. El otro fue la antesala del fin de la transición y la consolidación del régimen corrupto del 78 heredero del franquismo. El día 23 de febrero de 1981 yo volvía de permiso de Vigo, después de haber aprobado el curso, con destino a Madrid después de las vacaciones. En el viaje de vuelta con un compañero de Madrid paramos para ir a su casa antes de coger el nocturno que me llevaba a Málaga. Nos pusimos de orujo de aquella manera, y no sé de qué más. La cuestión es que nos colocamos y a las 18 horas que nos despertamos fue con la toma del Congreso por parte del títere de Tejero y del resto de la cuadrilla. Se nos quitó el colocón de inmediato, no sabíamos si era una mala película o era verdad, y no sé cómo le dije Carlos eso es un golpe militar. Cogimos el autobús que me llevara a Atocha y durante el recorrido todo estaba absolutamente tomado por fuerzas del ejército, metralleta en mano. Esa noche saqué templanza de algún lugar y me pagué la diferencia entre ir en segunda y litera. La primera vez que cogía litera en un tren fue aquel día y estuve durmiendo varias horas porque, entre otras cosas, yo no podía hacer nada más que aguardar. Llego a casa y no hubo revocación de permiso pero al incorporarme a destino, dos semanas después, llegué tarde. Yo a mi bola, como cuando iba para Vigo y lo cogí en marcha en la antigua estación del Norte al despistarme después de estar un buen rato antes. Lo mío, en definitiva, no era la marcha militar que nunca me supo levantar como dice Paco Ibáñez. Y llego al destino donde aquello era otro mundo, subterráneo además. Pero mi apellido fue confundido con otro compañero por su participación en una movida política o social estando ya en el ejército, me sacaron del destino como castigo y me enviaron al mundo exterior, a pasar revista a la terraza y a que te putearan limpiando o en cocina y degradado. Duré poco tiempo ya que la misma mañana el comandante (capitán de navío) me llama, me pide disculpas y me dice aquí no ha pasado nada, ya sabe usted. El oficial a cargo nuestro me dijo que si quería cogerme vacaciones para suavizar el tema y le dije que no, que ya me iría. A partir de ahí, después de ese período deprimido, hice lo que me salió de las narices pero, eso sí, sin olvidar mi coherencia en mi forma de pensar, sentir y actuar dentro de los márgenes que tenía y así fue cómo iba naciendo el “malaguita”, el tipo que ayudaba a que la gente pudiera salir sin pasar revista pasando calimochos a los infantes de marina que estaban de puerta, el que se ganó la confianza del clan de los catalanes, de los gallegos pero no de una parte de los andaluces, el que se divertía y salía con el pelo largo y sin afeitar. El ácrata en el cuartel al que le pedían favores que luego no devolvían hasta que les corté el grifo. No sigo porque dieciocho meses en total dan para mucho y tampoco es plan pero lo mío ya pasó de la depresión a la diversión sin parar día y noche, y cuando llegó la licencia me pasé la cartilla militar por semejante sitio delante de otros compañeros como diciendo ya me importa todo una mierda. Volví a casa con la sensación de pérdida de tiempo total, desubicado porque fue todo en contra de lo que yo creía, de mi propia naturaleza antimilitarista. Me reintegré en la vida cotidiana con aquel espíritu combativo que no cesaba y si en 1979 ayudé a crear un comité de apoyo a centroamérica y sus luchas, en 1982 ayudé, igualmente, a crear el primer comité creado de apoyo a Palestina a raíz de la matanza de Sabra y Shatila entrando en contacto y conociendo y compartiendo camino con gente muy diversa de la comunidad palestina así como con la saharui. En una charla que di en un instituto sobre la realidad palestina conocí a la que es madre de mis hijas, antes de finalizar el primer trimestre. Fue por el mes de diciembre. Poco antes, en octubre, se certificaba el cierre de una farsa llamada transición con las elecciones generales y la victoria del tal Felipe González y el apuntalamiento del régimen monárquico. Veinticinco años después de la Constitución (2003) la que fue mi profesora de historia me encontró casualmente, tomamos café y me propuso que fuera a un programa de radio en la Ser sobre la transición, la democracia y demás, mayormente por haber sido yo protagonista en esos años del movimiento estudiantil en la transición. Le dije que de acuerdo. Fui y solo recuerdo en la mesa a un miembro del PSOE, en concreto su secretario general en ese momento, que alababa la figura del rey porque ayudó a traer la democracia. Ahí fue cuando le dije a micrófono abierto que la monarquía no es una figura democrática y que aquí la democracia la trajo la gente con sus luchas y sus muertes. Volví a rememorar internamente por un momento quiénes éramos, qué hicimos y expresé, si no mal recuerdo, quiénes habían traicionado al pueblo con no convocar referéndum para una república. Fin de mi transición. Nunca fui políticamente correcto


PD: Cuando en las manifestaciones pasábamos por delante de la sede de Fuerza Nueva os imagináis qué pasaba, y si se infiltraban se les echaba sin miramiento alguno. Más de una vez aparecía la sede bloqueada con silicona en la cerradura, pintadas y si no recuerdo mal hasta quemada la puerta. Fueron a menos, su sede fue cerrada y no abrieron otra. Simplemente iban engrosando las filas del ahora PP y antes Alianza Popular. También teníamos localizados a algunos de los soplones de la policía dentro de la Universidad, a la gente reventadora de asambleas, y a los secretas con su ya famoso R-12 blanco

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